Bailando me siento feliz, libre de hacer lo que quiera, decidiendo mis movimientos, mis expresiones. El ritmo lo llevo yo, no la música, fluimos paralelos, nunca juntos, como corrientes paralelas.
Puedo estar en completa soledad, en mi cuarto, sin que nadie me vea, o puedo estar en un salón de baile donde hay apenas suficiente luz para ver la cara de mi pareja, pero bailo hasta que mi cuerpo implora un descanso, especialmente mis pobres pies. Me detengo un rato, no muy largo, para volver a sentirme libre. Sin ataduras de ningún tipo. Bailo para mí, no para que me vean, es mi balance.
El baile es instinto, no puedes controlarlo; al contrario, debes dejar que tome control de ti y puedas fluir, dejando atrás preocupaciones, enojos, tristezas; la adrenalina sube conforme aumenta el ritmo y aunque estoy exhausta no puedo parar, quiero que se convierta en una danza sin fin.
Pero siempre ha de acabar la noche o el rato libre en mi casa y vuelvo a mi vida, que dejé en pausa al comenzar a moverme con la música. Y reanudo un nuevo tipo de danza, la danza de la vida.
Pequeña prosa poetica -o al menos esa es la intención- sobre mis sentimientos sobre el baile. Daniel, lo prometido es deuda, esta es para ti. Disfruten...
Ils-JT
12 de agosto de 2007
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