Te veo allí recostado en la cama del hospital, tan débil y enfermo. Yo no sabía del cáncer, que crecía en ti, consumiéndote lentamente, destruyendo tu cuerpo. Nunca me lo dijeron, trataron de envolverme en el manto de la inocencia, pero no funcionó; tu verdad, tu terrible y temible verdad logró colarse. Mis sentidos la tomaron, mi cerebro la procesaba, pero mi corazón no escuchaba: lo negaba, gritaba una y otra vez “¡No, no, no!”
Sé que tengo poco tiempo, que puede suceder en cualquier momento, pero lo que ven mis ojos a simple vista es lo que mi corazón cree. “Está bien, saludable, sonriente, con vida.” ¿Estás actuando? No importa, me voy con una sonrisa, confiada.
Un día después me llega la noticia. Estás muerto. Inmediatamente la tormenta se posa sobre mis ojos, se nublan y el mar de lágrimas se desliza sobre mi cara cual cascadas.
Lo sé, pero no lo creo, no lo quiero creer; mi pensamiento se nubla y mi corazón arde al pensar en ti. “¡Dime que no es cierto!” grito desesperada, tratando de bloquear la verdad, por que duele demasiado, me consume y mis lagrimas no son suficientes para apagar ese intenso dolor. Anhelo oír tu voz, diciéndome que todo estará bien y que en caso de que te necesite estarás allí para mí; pero no lo estarás; sólo tu recuerdo, tus fotos y los momentos vividos y guardados en mi corazón hablarán por ti en este mundo.
Te extraño Tata.
Ilse
12 de agosto de 2007
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